La percepción del deseo (del amor) por parte del “otro” es un pilar importante para la incorporación de un afecto “agradable” que tiene que ver con la satisfacción de necesidades pulsionales e instintivas de autoconservación. El bebé recién nacido es receptor del calor de la madre, del contacto del padre y las palabras del medio familiar, esto lo va inscribiendo en el mundo de los objetos. El niño va reconociendo y distinguiendo a su madre, y desde luego, sus atenciones que le van a suministrar todo lo necesario para que se desarrolle, cosa que él solo lo va registrando como placer (o displacer según corresponda). El hecho importante en el sentimiento de sentirse aceptado, amado, es todo aquel contacto afectivo con la connotación amorosa que tienen los padres con el niño; en esa etapa de la vida, esta transacción es estructurante, y según sea la emisión y la recepción del amor por los padres así será el encauce de las pulsiones sexuales (y/o agresivas) en la constitución del carácter en el niño.
Como bien lo distinguió Freud en el complejo de Edipo, el primer enamoramiento de los hijos se da con los padres, y la primera decepción también con ellos; cuando se da eso, lo que viene es una parte importante en el desarrollo psíquico, tanto la identificación con uno de los padres y también la instauración del superyó. Se renuncia entonces a un deseo y se da pie a un proceso que primará en la vida inconsciente.
Cuando se da un enamoramiento en la adolescencia, juventud y la adultez, existen reminiscencias de lo que en la infancia fue. En primera instancia, el gusto físico puede influir antes de que se de el enamoramiento, así como la sobrevaloración de cualidades subjetivas en el objeto de deseo, o la transferencia de emociones que vivencia la persona que se “enamora”, tal como un sentimiento de seguridad. Pero ¿Cuándo es que se da el enamoramiento como tal? ¿En qué momento se da una relación de dos personas enamoradas una de la otra? Una respuesta podría ser, cuando existe una correspondencia mutua, cuando los dos se transmiten su deseo por la mirada, por el contacto, por la voz, las palabras.
La validez, la afirmación que el “Otro” (objeto de deseo) hace sobre el sujeto deseante se convierte en aceptación del deseo, le da completa cabida al flujo pulsional. Los padres van introduciendo al niño al mundo de los objetos, le dan cabida a la catectización de los objetos; cosa que también tiene su ramificación en el enamoramiento, en la catectización del objeto de deseo. La mirada de la madre, del padre, tiene un efecto poderoso, llegará el momento en que con solo interpretar la mirada sabrá si es de aceptación o de reprobación, este contacto visual que se busca con los progenitores también se puede buscar en las otras personas, sobre todo cuando se busca la aceptación, la afirmación, el reconocimiento; tales serán suministros narcisistícos, que son necesarios para el establecimiento de una relación de pareja; así se busca la mirada del ser querido para obtener la satisfacción de un impulso que encontró cabida en el calor materno. Ante la excitación corporal del organismo recién nacido, la presencia de la madre y todos sus satisfactores (uno de los cuales pudo volverse el padre), se dejó la impresión psíquica que el contacto del “Otro” es primordial.
Una pregunta sería, ¿el desear a una persona es el ancla para la estructuración genital? También se hubo deseado a la madre, en una época de la vida en que también había una primacía libidinal de los genitales. Los objetos parciales o inanimados no serían suficientes para instaurar una primacia genital, pero el querer “obtener” una entidad total, por medio de la “fuerza”, la potencia que brinda el poder del falo, puede dar cabida a la posibilidad de instaurar una sexualidad genital. El miedo a la castración le da al niño la posibilidad de mantener en sí ese valor tan importante para sí; es por esto que, en la resolución del complejo de Edipo, cede su deseo a cambio de preservar su pene, su falo.
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